Necesitamos salir de la indiferencia de la vida cotidiana, de hacer de la vida algo monótono, mecánico, para sentir que estamos vivos. De otra forma, nuestra vitalidad va decayendo, la vida pierde su sentido, perdemos la capacidad de asombro. Los hábitos y las costumbres nos hacen creer que las cosas y las personas son así, de una determinada manera, y a veces no nos damos cuenta que ni siquiera sabemos qué hay dos calles más abajo o cómo es realmente la persona con la que convivo desde hace tantos años. Encajonados en los conceptos que hacemos de la realidad, no percibimos lo que muestra a cada instante.
El niño se interesa por las cosas, pregunta, tiene inquietud por saber. Recuperar la actitud del niño, ese dejarse sorprender, es fundamental para hacer de la vida algo estimulante.
Ya lo decían los antiguos, la curiosidad es la actitud fundamental del verdadero filósofo. Y éste no es un ser especial, sino una capacidad innata de querer saber común a todos los humanos. “Todos los humanos tienden naturalmente al saber” decía Aristóteles. Y si no, recuerda cuando eras niño.
Ahora bien, ya de adulto, cuando se ha perdido esa frescura infantil y ahora sólo importan las cosas “serias”, ¿crees que podrías recuperar la curiosidad? ¿o es algo que se tiene o no, más allá de lo que tú puedas hacer?
Te propongo un ejercicio: Sal a la calle, esa que conoces tan bien, e intenta verla como si fuera la primera vez que las ves. Como si estuvieras de viaje. Y trata de reparar en algo que te sorprenda. Seguro que algo habrá.