Esta noche tuve un sueño.
Este mundo en el que vivimos era una pequeña parte de un algo-no sabría definirlo- mucho mayor. Una dimensión entre muchas- muchas- otras, y bastante pequeña. La sensación era de que había algo-algo- ahí arriba con un poder, una riqueza y una belleza imposibles de comprender en este mundo. En concreto, había una inteligencia a la que uno sólo podía rendirse por su magnitud, grandeza y evidencia. No es que uno fuera inteligente y proyectara eso afuera. Era que uno era inteligente –un poquito- gracias a esa inteligencia que le sobrepasaba con creces. Y funcionaba gracias a una energía: El amor.
Era como si todo el universo, todas las dimensiones del cosmos, al menos las que llegaba a percibir, funcionaran gracias al amor. Y el lugar en el que estamos, el planeta Tierra, no era más que una fábrica del amor. Y así como el gran chef seguramente empezó siendo ayudante de camarero, tenía la prístina sensación de que aquí estamos en las capas más bajas de la conciencia, y lo que nos toca es trabajar con los rudimentos del amor.
En la fábrica del amor, hemos venido a transformar las energías. Todo el conflicto, el egoísmo, la violencia, la ira, el narcisismo, la ignorancia, la guerra, la dureza de corazón y un largo etcétera no son más que la materia prima que debe ser transformada en amor.
Como si el secreto de esta dimensión fuera realizar una obra alquímica, rescatar el magma dionisíaco de las profundidades y transformarlo en arte que inspira, como según Nietzsche ya hicieron los griegos a través de la tragedia, o en mejores relaciones con quienes te rodean.
Cuando uno esté en su lecho de muerte, quizá pueda ver con claridad qué es lo que ha dado sentido a su vida en realidad, si todos los méritos, éxitos profesionales, ganancias o información acumulada, o quizá algo mucho más sencillo, cada cuál sabrá qué.
Quizá el universo se sostenga gracias al amor que se genera en este curioso planeta, quizá en lo venidero, si hemos aprendido las lecciones, como en toda escuela –y la vida es una escuela- pasemos de curso, y ya no tengamos que lidiar directamente con la materia prima, si no poder disfrutar de los recursos generados a través suyo.
Que no seamos capaces siquiera de imaginar un mundo en el que prime el amor como el valor y la práctica fundamental, por encima de todo lo demás, tiene sentido desde el nivel de conciencia en el que estamos. Pero no creamos por eso que es imposible, no descartemos lo que desconocemos, no hagamos bandera de la ignorancia. Tampoco el chimpancé sabe que existen lenguas y dialectos y poetas y claves de sol. ¿Quién nos dice que somos la cúspide de la creación en desarrollo e inteligencia? Sería sospechoso que un producto tan inacabado fuera la conclusión de cualquier cosa.
Aprender a amar debería ser una asignatura obligatoria en las escuelas. Es la base de todo lo demás. Quizá la mejor tecnología, la más sana para este mundo, surgiera a partir de ahí.
En el sueño, sentí que el universo funciona gracias al amor que aquí producimos, y que todas las fuentes de negatividad no son más que la materia necesaria para generarlo, pues surgen de ahí. Y en un momento dado, recordé la frase de que la energía no nace ni muere, sólo se transforma.
Y, al igual que le sucedió a Zhuang Zi que, cuando despertó, no sabía si había sido él que había soñado con una mariposa o una mariposa que había soñado con él, al despertar no supe si era yo el que había soñado con el amor o si el amor había soñado a través mío.
Sea como sea, nada de esto importa. Lo importante es amar, y ya está.