Cuento veraniego

«Érase una vez, o quizá no, un hombre devoto, temeroso de Dios, que vivió toda su vida en función de sus estoicos principios. Murió en su cuarenta cumpleaños y despertó flotando en la nada. Sin embargo, debes saber que flotar en la nada era cómodo, ligero, sin aire, como estar en el útero materno. El hombre se sintió agradecido.
Pero luego decidió que le gustaría pisar tierra firme, para sentirse más sólido. Y, por arte de magia, se halló de pie en la tierra. Sabía que era tierra porque reconocía la sensación.
Y sin embargo deseaba ver. Quiero luz, pensó, y la luz apareció. Quiero sol, no cualquier luz, y que por la noche alumbre la luna. Sus deseos le fueron concedidos. Que haya hierba. Adoro la sensación de pisar la hierba. Y así fue. Ya no deseo estar desnudo. Que sólo prendas de la más pura seda toquen mi piel. Y cobijo, necesito un gran palacio cuya entrada posea escaleras dobles, y cuyos suelos sean de mármol, las alfombras persas. Y comida, los mejores manjares. El desayuno era inglés; el refrigerio de media mañana, francés. El almuerzo era chino. El té de la tarde, indio. La cena era italiana, y lo último que tomaba antes de acostarse, libanés. ¿Libaciones? Tenía a su disposición los mejores vinos, por supuesto, y champán. Y compañía, la mejor compañía. Pidió poetas y escritores, pensadores y filósofos, hakawatis (cuentacuentos del Líbano) y músicos, bufones y payasos.
Y luego deseó sexo.
Pidió mujeres de piel clara y de piel tostada, rubias y morenas, chinas, asiáticas, africanas y nórdicas. Las pidió de una en una, y de dos en dos, y por las noches celebraba orgías. Pidió chicas más jóvenes y después mujeres mayores, para probar. Luego se dedicó a los hombres, musculosos y delgados. Luego a los niños. Luego a niños y niñas juntos.
Después se aburrió. Intentó mezclar sexo y comida. Niños con comida china, niñas con india. Pelirrojas con helado. Luego pasó a probar el sexo con sus acompañantes. Se folló al poeta. Todo el mundo se folló al poeta.
Pero de nuevo se aburrió. Los días eran interminables. Pensar en nuevas ideas se volvió algo fatigoso y fatigado. Cualquier deseo que se le ocurría le era concedido.
Ya estaba harto. Salió de su casa, miró al cielo glorioso y declaró:
-Querido Dios. Te agradezco Tu generosidad, pero no puedo permanecer aquí más tiempo. Preferiría estar en cualquier otro lugar. Preferiría estar en el infierno.
Y una voz atronadora le replicó desde arriba:
-¿Y dónde te crees que estás?»

Fragmento extraido de El Contador de historias de Rabih Alameddine.