Andaba el camino como quien no sabe a dónde va, pero con una intención bien definida. Susurraba a los árboles que le enseñaran a crecer, y los pájaros de alegre plumaje echaban a volar en respuesta a su inocencia. No sabía qué hacía allí, lo descubriría con el tiempo- pensaba.
En las oscuras laderas de un valle remoto, una infantil filosofía asomaba por los ventanales mentales de un joven que soñaba con desaparecer. Había dado por fin con el sinsentido de la vida, el vacío esencial donde todo descansa, y la realidad cotidiana, tan falsa y como a medias, se le antojaba cada vez más desproporcionada.
En su casa, de paredes y techo recubiertos de costumbre, solía aparentar un carácter alegre y despreocupado, trabajaba como quien no piensa, se relacionaba como uno más. Era parte de la comunidad. Pero en las abismales noches de su desesperada cavilación, no hallaba consuelo, ya que la imaginación se había extendido en su inteligencia como un imperio sin fuerzas que se le resistan, y su contacto con la realidad más inmediata le mostraba su impotencia. En aquellas horas de luz artificial, se consumía en una poética repetición de patrones inconscientes.
Su sueño principal era cambiar el mundo. Convencido como estaba de que el mundo no necesitaba de su acción para seguir cambiando, la cuestión era qué tipo de cambio quería y quién era él para intervenirlo. ¿Cambiar el mundo significaría cambiar a todas las personas, animales y plantas? ¿Poner una nube donde no la había, hacer llover donde hay sequía? ¿Recolocar todas las piedras del mundo, enseñar a los pingüinos a hacerse una hoguera? ¿Cómo él, siendo tan pocos, podía intervenir en los grandes acontecimientos de la maquinaria planetaria ? Ah! La humanidad… -se animaba- con eso sería suficiente!
¿Cómo cambiar a la humanidad? ¿Podía él, un ser bípedo y con gafas, sortear los abismos de las pasiones humanas y darles un sentido? Podría influir en…¿ cuántas personas? ¿Qué mensaje le daría a la humanidad si un día estuviera frente a ella en lo alto de un escenario, a micro abierto, y sin nervios ni prisa por acabar? ¿Cuánto rato sería suficiente para que las palabras llegaran a las almas y las conductas?
Y de entre la absurda verborrea que salía de sí, emergió un día de su sabiduría profunda que lo mejor sería callar, y ponerse a andar.
Apreciado el frescor de lo verde, los zapatos sintieron su inutilidad y despidieron a unos pies que, libres al fin, propusieron nuevo rumbo. La consigna era avanzar, hacia delante y paso a paso. Equilibrando el peso que llegaba a uno y otro.
Un paso, después otro.
Caminar.
Era una cuestión difícil de asumir que los pies llevaran el rumbo, carentes como están, de cerebro y voluntad
¿A dónde irán unos pies que no piensan?
El sentir, el sentir es la clave -le dijo una voz.
Y así, los pies supieron exactamente dónde sí y dónde no, y llegaron sin saber sabiendo a una cueva natural.
En la cueva no había nadie, pero no estaba vacía. Había utensilios, dibujos en la pared, y restos de presencia. Se había escapado del mundo para cambiarlo, ya que había decidido cambiarse a sí mismo. Pero lo primero que le vino fue hambre.
Así que comió algo de frutos secos y bebió un poco de agua y esperó. Quiso que las palabras del que escribe le dibujaran el destino, que pusieran algo en su boca, que apareciera un personaje, que sucediera algo.
Pero durante horas nada sucedió. Algún viento, algún canto irreconocible. Los astros seguían su silente movimiento. Hasta que al fin se calmó y empezó a disfrutar de la contemplación.
En ese momento apareció un hombre, de barba hirsuta y cabello desgreñado. Cara con nariz aguileña y mirada horizontal, sospechoso de haber intuido algo de la belleza del mundo.
El hombre lo miró y dijo con voz profunda: -¿Qué buscas?-
-Busco aligerar mi alma y estar en paz.
Me miró de tal forma que suspendió el tiempo por unos instantes, y me sonrió.
-Ve.- Dijo señalando a otro cuento.